Porque una entrada seria de vez en cuando no va a hacer daño a nadie…

El caso es que, a raíz del último post y de haber leído las últimas divagaciones de El sentido de la vida, he vuelto a darle vueltas a ciertos temas que parecen ser recurrentes en mi mente.

Me hago mayor. Eso es una verdad incuestionable, al menos hasta que nuevos descubrimientos científicos hagan la existencia humana un poco más interesante o algún Dios decida manifestarse en plan serio y cambie las reglas del juego. Como ninguna de las dos cosas parece que vaya a suceder a corto o medio plazo, asumiremos que me hago mayor. Ya soy adulto. Ya no tengo carnet joven, pese a que cualquiera seguiría incluyéndome dentro del grupo demográfico de “gente joven”. Ya tengo un trabajo con un contrato fijo y puedo negociar una hipoteca. Y aún así soy plenamente consciente de que estoy en lo que considero la edad más difícil de todas, ese momento en el que las decisiones que tomes pueden afectar al resto de tu vida. Y con ese pensamiento en mente es muy difícil tomar decisiones sin equivocarse.

Uno de mis yo me dice que aproveche el contrato que tengo. Que me comporte prácticamente como si fuera un funcionario (y si alguien es funcionario y se ofende, ya tiene dos problemas, enfadarse y desenfadarse), y que disfrute de un sueldo bastante por encima del mileurismo. Que sea un engranaje más, porque es muy cómodo que te paguen por tu tiempo en lugar de por tu trabajo real.

El otro me dice que me arriesgue y me lance a hacer cosas por mí mismo, bien sea con gente conocida (proyectos no faltan) o bien en plan free-lance. Que utilice la capacidad que prefiero pensar que tengo en lugar de estancarme, porque dentro de un tiempo esa capacidad habrá desaparecido, o ya tendré otras obligaciones que me impedirán acumular el valor necesario para arriesgarme.

Hace un tiempo compartía una gran parte de mi vida con una persona y un grupo de amigos que tenían un modo de vida bastante diferente al mío. Ya se sabe que los ingenieros somos bastánte endogámicos en lo que a relaciones sociales se refiere, por lo que conocer gente que no pase ocho horas diarias delante de un ordenador ya es un hito en sí mismo. Esa etapa coincidió parcialmente con unas interesantes vacaciones en plan sabático que decidí tomarme (ey, había terminado mi carrera y además llevaba varios años sin vacaciones, me lo merecía), lo cual hizo que cambiara radicalmente mis usos y costumbres, convirtiendo ese tiempo en una de las épocas en las que más he aprendido sobre mí mismo y sobre el mundo que me rodea. En aquel momento y con aquella influencia quizá me habría atrevido más a tomar este tipo de decisiones. Al final toda aquella gente acabó desapareciendo de mi vida (lo cual no tiene por qué ser ni malo ni bueno, simplemente constato un hecho), y ahora que la mayor parte de la gente que me rodea vuelve a ser… digamos, estándar, es más difícil oír cualquier opinión diferente de “anda, a ver si maduras que ya tienes una edad”.

Al pensar en esa edad, uno de mis yo me dice que aproveche que aún soy joven, que tenga un amor esperando en cada puerto, cosa que tampoco es tan complicada tal y como está el mercado, y que huya de compromisos que sólo pueden hacer daño. El otro yo me pregunta qué estoy haciendo mal para no tener un anillo en un dedo.

Uno de mis yo me dice que busque piso y empiece a pensar en cómo evolucionan los tipos de interés, porque éste es un gran lugar en el que establecerse. El otro que me olvide de una ciudad que en lo básico sólo me ha dado disgustos, y que me vaya por fin al extranjero, donde se vive mejor.

Supongo que mi problema, y el que tenemos todos, no es tener varias opiniones enfrentadas representadas por un angelito y un demonio que nos dicen lo que debemos hacer (no, esas voces que sugieren matar humanos no, las otras). El problema radica en que no sepamos diferenciar cuál es el yo bueno y cuál el malo.

Y mientras sigamos sin saber diferenciarlo, seguiremos dando tumbos torpemente sin entender muy bien qué hacemos exactamente en la vida, hasta el día en que lo sepamos y podamos considerarnos adultos definitivamente. O no.