Nací en 1979, y durante siete días conocí los setenta. Si los ochenta definieron mis (nuestros) recuerdos de infancia y nuestra formación como personas, los noventa son el despertar cultural de nuestra generación, y con esto se entienden muchas cosas. Los noventa son la llegada del manga, las películas de Kevin Smith en VHS – que aún guardo en alguna caja --, las canciones de Nirvana y el pensamiento de que La Universidad – en mayúsculas – es una institución respetable que te convierte en mejor persona.
En Marvel estaban sufriendo su propio rito de paso, prácticamente recuperados del desmantelamiento editorial que supuso la fundación de Image Comics, encontrando nuevas estrellas. Cuando las series de mutantes dominaban las ventas hasta donde alcanzaba la vista, personajes hoy imprescindibles pasaban por sus horas más bajas: clones y cambios de identidad en un sindiós del que tardarían años en sacar a algunas colecciones.
En esta situación surgió el sello “Marvel Knights”. Varias colecciones, prácticamente muertas hasta el momento, con nuevos autores y argumentos. Es decir, una maniobra comercial como cualquier otra, una excusa para revitalizar ventas en un mercado en decadencia como era el del comic-book, pero que visto en perspectiva representó el principio del cambio a la Marvel que tenemos hoy en día. Y de esta primera hornada de series probablemente fuera la más notoria Daredevil, guionizada por un Kevin Smith recién glorificado en el cine independiente freak y dibujada por Joe Quesada antes de que llegara a ser editor en jefe de toda Marvel.
Te echamos de menos, Karen.
Entrando en materia: es un tebeo excepcional. Un punto de inflexión para el personaje, preparándolo para una larga etapa de casi quince años ya de grandeza argumental – Daredevil ES lo mejor de Marvel. Daredevil ES Marvel --. Cuenta con los ingredientes precisos: una historia autoreferencial que respeta al personaje, unos cliffhangers de espanto, recuerdo de cuando los tebeos todavía se contaban con historias de 24 páginas, una villano con sorpresa y, lo más importante de todo, la sensación de que el tebeo no quiere crear historia y marcar al lector, sino simplemente ser respetuoso con cómo deberían hacerse estas cosas. Con una historia hija de los noventa que pone la primera piedra de lo que se vendría a construir, el guión de Smith sorprende por su calidad para un primerizo en el cómic mainstream, cualidad que se entiende desde lo cinematográfico de la narración, con un excepcional uso de los personajes secundarios de la serie. El arte de Quesada está en uno de los puntos más altos de su carrera, antes de que se pusiera experimental o sus labores editoriales le mantuvieran apartado de la mesa de dibujo. Ocho números, un principio, un fin. Perfecto.